domingo, 11 de diciembre de 2011

INTERCAMBIO MACABRO

Salí de la morgue judicial portando la cajita con los efectos personales de mi hija. “Sólo esto me queda, ¡pobre Anita! La Jueza Smarck dictaminó: Muerte accidental y cerró el caso –pensé- ¡la asesinaron y no podré demostrarlo! ¿Su crimen quedará impune?”

Meses después internaron a mi desdichada esposa en un instituto psiquiátrico; nunca la visité, no soportaba verla en ese estado. El mundo –mi mundo- parecía derrumbaren; sin embargo, ciertos acontecimientos trágicos me alejaron de la depresión. Como Jefe de la División Homicidios debí enfrentar un asunto insoluble; mis treinta años de experiencia profesional claudicaban ante la sagacidad y el ingenio del “asesino de los pendientes”.
¡Ocho mujeres degolladas! La primera tenía un aro vulgar, el otro era una luna de oro. Todas fueron “heredando” uno del cadáver anterior. Ese intercambio macabro constituía un juego siniestro, concebido por una mente desquiciada, satánicamente brillante.
Dos días antes, al atardecer, ultimaron en la escalinata de la catedral –lugar muy concurrido- a la hija del Senador Barry, exitoso político y empresario. Por extraña coincidencia, no hubo testigos.
“El delincuente –colegí- maneja con asombrosa precisión tiempos y espacios”.
Los titulares de la prensa endurecían sus críticas: “Hay que hallar al culpable, este crimen aberrante no debe quedar impune”. “Éste –me dije con amargura- ¿y aquél…?
Al recibir la llamada presentí el final: llegaba el momento de detener al canalla.
-Para evitar oídos indiscretos di asueto al personal, –gruñó la doctora Smarck al recibirme-. ¡Atrápelo, Capitán! El poder no perdonará un fracaso, debemos hacer justicia.
-Así será, no lo dude. ¿Ve este arete tan bonito? El de la luna… era de Anita.
-¡Dios mío… el otro tiene sangre! –Dijo aterrada al examinarlos.
De un salto me ubiqué tras ella, la tomé por los cabellos y deslicé la daga por su garganta. Reemplacé un pendiente suyo por el de la joven Barry y contemplé la escena... ¡Sangre y sangre por doquier!
-¡Usía, al fin triunfó la justicia! –grité-. Ahora mi hija podrá descansar en paz.
Parpadeé estupefacto al ver el arma en mis manos ensangrentadas…
¡Acababa de descubrir al monstruo!
-Ahora –dije, con rabia-… ¡Y cercené la carótida del maldito!

Nemesio Martín Román

EL BUMERÁN

El joven descendía de la colina caminando como un autómata, sin prestar atención a los saludos de quienes cruzaba en el camino. Su pensamiento era un torbellino; mil ideas encontradas bullían en su cerebro, atormentándolo.
“¿Por qué lo hiciste, francés, por qué? –se preguntó por enésima vez-, ¿por qué arrojaste el bumerán?, y no una, sino dos veces.”
Llegó a la cabaña ubicada frente al mar, casi al borde del acantilado y entró precipitadamente.
Sentado a la mesa, se tomó la cabeza con desesperación y comenzó a beber balbuceando incoherencias; parecía un loco.
Su mente recorría a un ritmo febril los hechos y, cuanto más analizaba la situación, más increíble le parecía.
El francés, su mejor amigo, casi su padre, había olvidado, o fingido, el afecto que le profesaba. ¿Cómo pudo llegar a tal extremo?
Los recuerdos acudieron en tropel, vívidos, golpeando en su pecho con la fuerza de un terremoto: se vio niño, correteando por la playa, disfrutando de la compañía de su madre...
¡Su madre...! ¡Cómo lloró su muerte! Aún lo seguía haciendo. La perdió a los nueve años, cuando más falta le hacía.
Quedó solo con su padre, que desde entonces para él fue padre y madre.
Con la pequeña embarcación remolcaban barcos en emergencia, calafateaban naves de mediano porte, cosechaban perlas y, cuando decaía el trabajo, salían a pescar, vendiendo a buen precio el producto de su trabajo. Vivían sin mayores lujos, pero nada les faltaba, logrando con su permanente esfuerzo todo lo necesario; jamás sufrieron estrecheces.
Un día, cuando tendría unos doce años, apareció un sujeto buscando trabajo; aunque fuese temporario. Dijo ser marinero y el tiempo lo confirmó. Era un profesional experimentado, conocedor del oficio como pocos y lo principal, un excelente ser humano, muy trabajador y digno de la mayor confianza.
Ese hombre, el francés -según se autodenominó-, pasó a ser imprescindible. Lo que comenzó como una colaboración por pocos días se convirtió en una relación laboral permanente y una amistad indisoluble. Trabajaba sin descanso y con su intervención el negocio creció, haciéndose mucho más rentable. Un par de años después llegaron a multiplicar seis o siete veces los beneficios. La vida transcurría plácidamente: los dos hombres, dos colosos más bien, ponían todas sus energías en las tareas diarias y especialmente enseñaban al joven Rubén los secretos de la profesión y éste se fue fogueando en las duras faenas del oficio, hasta convertirse, pese a su edad, en un verdadero lobo de mar.
A diferencia de los demás muchachos, vivía dedicado por entero al trabajo, bajando al pueblo muy de tarde en tarde. Tenía junto a él lo más importante; su padre y el francés, su mejor amigo, consejero y compinche; que le contaba innumerables anécdotas de su vida, casi todas imaginarias, pero muy divertidas siempre.
El drama se desató de golpe.
Los hombres partieron un amanecer. Habían proyectado llegar hasta el archipiélago de Las Perlas para observar la evolución de varios bancos de ostras que prometían una excelente cosecha. Como la distancia era considerable y la prospección lenta, demorarían varios días en regresar. Por tal motivo, Rubén se quedó en la cabaña; tenía trabajo atrasado, reparar una serie de redes y un magnífico arpón, regalo de un amigo.
Al segundo día se encontraba sumido en sus quehaceres en la pequeña explanada frente a la casa, cuando escuchó la sirena. Quedó envarado, no cabían dudas; era Goliat, el barco de su padre. Supuso que habrían olvidado algún elemento importante y regresaban a por él, ni remotamente hubiese imaginado lo ocurrido.
Haciendo visera con la mano para proteger la vista del sol que incipientemente asomaba, divisó la embarcación dirigiéndose a la entrada de la bahía.
En la popa se delineaba la figura del francés; le extrañó la ausencia de su padre, aparentemente no estaba a bordo. Esto le produjo desasosiego, tuvo la sensación de que algo no estaba bien. Nunca abandonaría el barco así como así; debía tener una razón muy poderosa no venir a bordo. Se le formó un nudo en el estómago. ¿Qué estaba ocurriendo?
Lo sacó de su cavilación el francés, que agitaba los brazos y gritaba desaforadamente, pero la excesiva distancia y el fragor de las olas rompiendo contra el malecón no le permitió oír lo que decía.
Al acercarse la embarcación y ver sobre la cubierta el bulto cubierto por una lona el corazón le dio un vuelco. Preso de intensa agitación, con el pulso acelerado por la desesperación, en dos zancadas llegó hasta el muelle. El francés atracó, descendió de un salto y amarró el barco. Luego, con la angustia asomada a los ojos, abrazó al muchacho y señaló hacia cubierta. Bajo la lona estaba el cuerpo de su padre.
Con palabras entrecortadas refirió lo sucedido.
-El conducto del oxígeno se agrietó, algo inusual, muy rara vez ocurre.
-¿Cómo...?
-Llevaba sumergido un tiempo prolongado cuando se interrumpió la comunicación, temí lo peor y lo icé. Demasiado tarde, estaba muerto.
Como era menor de edad, el francés fue nombrado su albacea y quedó a cargo del muchacho y sus asuntos. Rubén Darío recibió una importante suma de dinero, proveniente del seguro de vida de su padre y, con la anuencia del magistrado interviniente, adquirieron El Caribe, buque de mayor calado y tonelaje, provisto además con modernos equipos de comunicaciones, tan importantes para la navegación en alta mar.
Contaba también con un poderoso generador de electricidad y varios aparejos excelentes que dejaban bastante mal parados a los de Goliat.
En fin, el Caribe era un barco con todas las de la ley, estaban orgullosos de él.
Gracias a tan buenos elementos realizaban trabajos extras, el navío anterior no les permitía navegar en aguas picadas, carecía de velocidad y era bastante menos confortable, sobre todo en el crudo invierno. Con ahínco, sin desperdiciar oportunidades, reunieron un importante capital. Serviría para superar los momentos difíciles, que toda actividad, tarde o temprano, experimenta.
El tiempo fue transcurriendo sin mayores sobresaltos, excepto la enfermedad del francés que, tras un prolongado período de convalecencia, quedó imposibilitado de realizar grandes esfuerzos y, lo que más le dolió, trabajar sumergido; a él, tan luego a él, que –según decía- había pasado la mitad de su vida bajo el agua.
Rubén Darío se formó en la escuela de la vida, ¡la mejor!, la que siempre aporta experiencias valederas, inapreciables. Esas que no figuran en ningún libro, y muchas veces inclinan la balanza entre la vida y la muerte, decidiendo en situaciones críticas lo más conveniente y tal vez lo único.
Vivían, simplemente, vivían. Disfrutaban beatíficamente esa tranquilidad de espíritu de quienes gozan de un estado de gracia especial, sin preocupaciones.
El único desasosiego del joven era a causa del francés, paulatinamente se convirtió en un alcohólico. Trató por todos los medios de ayudarlo, pero no atendía razones. Tal era su conducta por aquellos días que en más de una ocasión debió rechazar trabajos muy convenientes para no dejarlo solo y hasta una madrugada ante un compromiso ineludible lo cargó dormido, completamente borracho, y así pudo cumplir con un contrato
Cuando le decía algo al respecto se enardecía y por esa causa tuvieron más de un encontronazo. En los años de convivencia nunca discutieron y en ese tiempo, a causa del alcohol se estaban trenzando a cada instante. El vaso desbordó cuando pasó algunos días sin volver a la cabaña. Por más que se lo buscó, incluso con la colaboración de varias patrullas de hombres, no lograron establecer su paradero.
Pasó una semana hasta que un amanecer apareció tirado en la costa, medio muerto, mojado y morado por la bajísima temperatura a que había estado expuesto.
Sufrió una afección pulmonar muy grave que lo tuvo hospitalizado dos semanas, salvando su vida de milagro.
Al regresar a la cabaña, prometió no beber más. Al principio respetó su palabra, mas, pocos días después se descarriló por completo.
Ante ese estado de cosas, el muchacho acabó por dejarlo en paz, procurando, eso sí, vigilarlo en forma discreta para evitar que le ocurriese algún accidente.
Una madrugada cayó con una descomunal borrachera, como no podía caminar, dos marineros amigos se solidarizaron con él y lo llevaron a la cabaña.
El joven veló su agitado reposo, temeroso por su corazón, bastante maltrecho. En sus báquicos sueños, desvariaba, profiriendo incoherencias; palabras totalmente inconexas. Rubén intuyó que algo atormentaba a su amigo; algo sumamente grave.
Con los cuidados de que era objeto y el reposo obligado establecido por el médico y controlado rigurosamente por el joven, se recuperó. A los pocos días aprovechaba cada descuido de su compañero y se iba a la cantina a beber.
Una noche, bajo una intensa lluvia, salió a buscarlo. Estaba en un precario cobertizo próximo a la cantina del puerto, cuando ésta llevaba varias horas cerrada.
Lo arrastró como pudo y luego de asearlo, lo metió en la cama, volando de fiebre y dominado por una fuerte agitación. Al día siguiente, todavía con rastros de las abundantes libaciones de la víspera, el francés manifestó que tenía que presentarle un proyecto muy importante. Con la resaca a cuestas, casi sin poder articular palabra, le refirió una historia increíble.
-Sí –manifestó- cuando tu padre murió acabábamos de descubrir al Real Felipe...
-¿Cómo, el Real Felipe? ¿El que hundieron los corsarios?
-El mismo. Al fin se confirmó la leyenda del galeón español hundido con valiosísimos tesoros en la época de la conquista –el joven lo miró fijo, pensando “la fiebre le atrofió el cerebro”-, está al trasponer la isla de San José –prosiguió el viejo marino-, pasando el archipiélago de Las Perlas, cerca, casi al alcance de la mano.
Rubén estaba seguro de que las facultades mentales de su amigo dejaban mucho que desear. No podía hablar así de un tema tan importante sin pruebas, hacía años que buscaban al galeón, llegando a la conclusión de que no existía más que en la calenturienta imaginación de unos pocos. La leyenda estaba casi enterrada, nadie aportó el mínimo detalle convincente acerca de la legendaria y fantasmagórica embarcación hundida por su propio capitán; que prefirió volar la santabárbara a caer en manos de los piratas. Pasó a convertirse en una de las tantas historias cubiertas por un manto de misterio; sin poder determinarse dónde terminaba la realidad y comenzaba la fantasía.
-Por mí, si estuvo tantos años hundido, puede seguir allí, no me importan el galeón y sus fabulosos tesoros.
- No, -el francés, se levantó de un salto- esa es tu opinión. Yo pienso de una manera distinta; es la gran oportunidad de nuestras vidas, no se presentará una mejor. Nos conviene ir...
-Negativo de mi parte. No esperes que te acompañe. Apenas demos con él, las autoridades se nos vendrán encima. Sabes perfectamente que si llegamos hasta ese tesoro no podremos ni echarle una ojeada.
-Olvidas que nadie sospecha, con mantener la boca cerrada. Mira, hace más de diez años que aguardo este momento, desde que tu pobre padre murió. Me atormentaba la idea de decírselo a algún amigo estando borracho. Por suerte no ocurrió.
-Será como dices, pero, bórrame de tus planes. No me gusta el asunto.
-¿Qué, tienes miedo acaso?
-Sabes bien que no, me sobra valor, pero no me seduce la aventura –el francés dio una patada en el suelo, furioso-, además, sólo somos dos y para realizar el operativo de rescate, en caso de toparnos con el galeón, necesitaríamos varios hombres.
-Nos bastamos y sobramos, sé bien lo que digo. Mira, si no te decides, tendrás que darme la parte que me corresponde de la sociedad, probaré por mi cuenta y riesgo.
-¿Quién te ayudará? Tú no puedes sumergirte, ¡recuérdalo! –el viejo asintió con la cabeza.
-Buscaré personal, no te preocupes por mí, estaré bien y seré rico y respetado.
-Ya lo eres ahora, muy respetado y querido, ¿no te alcanza con eso?
-No, quiero tener dinero y poder, mucho poder, un poder inmenso...
-Medita lo que acabas de decir, no sea cosa que te arrepientas luego –un gesto perentorio del francés lo detuvo.
-Está todo pensado, demasiado pensado.
Transcurrieron unos días y como el francés no volviera a tocar el tema abrigaba la esperanza de que hubiese desistido del descabellado proyecto. Sin embargo, una mañana temprano retomó el asunto, reclamando su parte del capital.
-Quiero partir en pocos días, haz los arreglos necesarios, con el dinero que me corresponde compraré una pequeña embarcación, no se necesita mucho para la tarea a realizar. Lo esencial es disponer de un aparejo, el equipo de buceo es secundario, no hay una profundidad excesiva. ¿No quieres participar de la expedición?, prefiero favorecerte a ti y no a un extraño. Siempre pensé que me estimabas, ahora tengo mis dudas...
-Iré, te seguiré en esta locura –el joven pensó que estando a su lado, podría atenderlo mejor; no quería que estuviese al cuidado de un extraño. Eso lo decidió a aceptar, más que la ambición o la gloria del descubrimiento.
Sin pérdida de tiempo realizaron los preparativos: víveres, indumentaria, cables de acero, ganchos de gran solidez, lingas y cadenas… en fin, la parafernalia de elementos que las circunstancias recomendaban. Nada debía quedar librado a la suerte, controlaron los enseres una y mil veces. El francés parecía rejuvenecido, su apariencia sufrió un cambio notable. Presa de una intensa ansiedad, repasaba el equipo hasta en sus menores detalles.
-Todo dispuesto –dijo el viejo una tarde, mientras saboreaba un jugo de tomates, había dejado el alcohol como por ensalmo, al punto de no probar una gota en los últimos quince días.
“Es una buena señal, al menos para algo sirvió el proyecto”, pensó su socio.

2
Antes del amanecer partieron de Garachiné con rumbo noroeste, contorneando la costa, hasta salir del golfo de San Miguel manteniéndose cerca de la costa, en una aparente navegación de cabotaje. Deseaban desorientar a los posibles curiosos y su desconfianza se vio justificada a pocas millas de partir.
Jerome, un viejo lobo de mar retirado al triturarle una pierna un tiburón tigre, comenzó a llamar en forma insistente en la frecuencia de emergencia, utilizada en casos extremos, en ella siempre había alguien dispuesto a prestar ayuda.
-¡Atento, el Caribe! ¡C.Q[1]. C.Q. El Caribe. Llamando Jerome. Cambio!
Ante la insistencia, respondieron, dándole un rumbo totalmente falso. Él, de buena fe, con su potente equipo de radio se encargaría de engañar a otros curiosos.
Con la tranquilidad de haber superado el primer escollo, viraron hasta el meridiano 78º 30’ y luego, descendieron ubicándose en la intersección con el paralelo 8º; al suroeste de Puerto Escondido, a escasas 120 millas de esa importante ciudad portuaria.
Navegaban a media máquina, desplazándose sobre el paralelo y corrigiendo el rumbo al llegar al meridiano 79º se dispusieron a seguir su línea. A la salida del sol estaban en el archipiélago de Las Perlas e internándose por el canal Central, a la altura de La Legua, uno de los tantos islotes menores, viraron levemente al oeste y pasaron casi rozando la costa de Pedro González, isla de mayor superficie, con una variada fauna y abundante vegetación.
Al salir del canal decidieron seguir hasta las inmediaciones de Otoque, al poniente del meridiano 79º 30’. En esa posición pasaron el día y al oscurecer echaron el ancla.
Las dos jornadas siguientes exploraron las inmediaciones, aunque, de acuerdo al francés, se encontraban todavía muy al norte de la ubicación del galeón hundido.
Al resultar infructuosos los rastreos, decidieron dirigirse al sur, sobre la línea de los 79º 30’, buscando la posición que el viejo marino estimaba tener cuando ocurrió el accidente.
Llevaban varios días fondeados en alta mar. Las aguas estaban muy agitadas y por tal motivo debieron suspender las tareas, bajo esas circunstancias la inmersión era un suicidio. Los grandes predadores del mar merodeaban en procura de alimento, representaba un riesgo enorme sumergirse en aguas tan movidas, no convenía exponerse con los tiburones acechando. Eran asesinos en potencia.
El domingo amaneció espléndido, salieron a cubierta y un sol radiante los saludó con un guiño; las condiciones meteorológicas eran inmejorables.
Rubén Darío se sumergió y dedicó un tiempo prudencial a escudriñar los alrededores sin hallar el menor indicio del barco hundido. Ante este resultado izaron el ancla y se trasladaron hasta la altura del paralelo 7º 30’, arribando a esa posición con el sol agonizante. Por la noche controlaron las coordenadas una y otra vez y concluyeron en que deberían estar cerca del sitio buscado.
Al día siguiente, al querer desplazarse, el barco no se movió; Rubén, ducho en esos menesteres, manifestó que seguramente se habría salido, o cortado, el perno de la turbina. Éste estaba encajado con mucha firmeza en la hélice, sosteniéndola en su eje para que rotara con él, a impulsos del potente motor.
Desayunaron temprano y el muchacho, provisto del equipo liviano de buceo, revisó bajo la embarcación, corroborando sus presunciones. Efectivamente, faltaba el perno o chaveta. La nave estaba imposibilitada de moverse.
Tras este inconveniente, fácil de solucionar, dispusieron los elementos para iniciar las primeras inspecciones en derredor. El mar lucía calmo, sereno por demás, invitando a juguetear un rato, cosa que hizo el joven marino antes de sumergirse.
Pasaron la tarde estudiando las inmediaciones. Pese al sol que lucía todo su esplendor; en el fondo debía moverse casi en la penumbra, tal era el grado de atenuación de la luz en las profundidades.
Al día siguiente, como contrapartida, amaneció lloviendo; en forma lenta, mansa, pero impidiendo proseguir los trabajos. Todo se volvía en su contra.
El temporal, como es común en la zona, se mantuvo por varias jornadas y se fue tan repentinamente como llegara.
El francés observó con detenimiento la posición de las estrellas, sus cálculos eran exactos; el navío hundido estaba bajo ellos. Con tal certeza, reanudaron la exploración.
Los dos primeros días fueron más bien de prueba y adaptación. Los emplearon en ajustar los equipos, la puesta a punto del compresor, aparejos, grupo electrógeno y otros elementos fundamentales para las tareas a realizar.
El compresor, por ejemplo, jugaba un papel sumamente importante en la inmersión. El traje de buceo debe ser “inflado”. Para descender a esa profundidad es necesario contrarrestar la presión ejercida por el agua; de otro modo el operario termina “aplastado” y muere en escasos minutos. La presurización del traje, por lo tanto, es imprescindible.
Así, con el equipo chequeado, pusieron todo su entusiasmo y energías en la búsqueda. El fondo del mar presentaba pequeños canales -si cabe el término-, depresiones producidas por fuertes corrientes submarinas, dificultando enormemente el desplazamiento y la visibilidad. Rubén, experto buceador, a pesar de los accidentes apuntados se movía con bastante rapidez.
Al tercer día miraban incrédulos un trozo de metal donde se apreciaba bajo lo que debió ser el escudo real –no del todo claro- el nombre “Real Felipe”; sin duda ese procedía de la embarcación española cargada de tesoros que zozobrase en esas aguas.
Esa noche los nervios los consumieron, la excitación los dominaba, impidiéndoles pegar un ojo.
Apenas el sol proveyó la suficiente luz para trabajar el muchacho prosiguió la labor con mayor ahínco; la presunta cercanía del objetivo le insuflaba una energía fuera de lo común. Estaba convencido de su proximidad, lo sentía en la sangre.
La jornada transcurrió lenta, sin contratiempos ni novedades. Al atardecer, casi a oscuras, creyó vislumbrar la sombra de una embarcación en el fondo de una hondonada, mas debió resignar sus ímpetus. Entrañaba un enorme riesgo continuar sumergido, llevaba tiempo bajo el agua y la luz ya era insuficiente, al día siguiente vería de qué se trataba.
El francés sostenía que era el galeón, lo tenían al alcance de la mano, sin margen de duda. Sólo les faltaba llegar hasta él y retirar los valiosísimos tesoros que encerraba en sus entrañas.
Bien temprano, entusiasmados, reanudaron la labor. En pocos minutos el joven buzo ubicó el navío avistado la tarde anterior y sufrió una gran decepción. Se trataba de un barco pirata, sin margen de error.
El francés manifestó que esas aguas habían sido el hábitat de muchos de ellos, bastaba con recordar la ciudad de Panamá, incendiada por el corsario galés Henry John Morgan, en 1671.[2]
Tras un frugal almuerzo y reponer energías, descendió presuroso. La ubicación del barco encontrado les hacía suponer que el galeón estaba muy cerca; su naufragio se debió -de acuerdo a documentos fehacientes- a un combate naval con los filibusteros, a causa de ello podría haber más de uno en el lecho del mar.
Tras muchos esfuerzos traspuso el sector ocupado por el navío pirata avistado la tarde anterior y entonces... lo vio. El corazón le dio un brinco en el pecho, no lo podía creer. Tenía razón el francés. El galeón tan afanosamente buscado por varias generaciones de marinos y aventureros… allí, a su entera disposición. Estaba recostado sobre la banda de estribor, lo contempló embelesado. Lo comparó a un gigante entregado a un dulce sueño de siglos; en ese lugar, el más propicio, la mansa quietud de las profundidades oceánicas.
Esa noche festejaron con una comida especial, regada profusamente con excelente vino; café y abundante coñac, la bebida predilecta del francés. Totalmente ebrios; pusieron música, bailaron y cantaron hasta el amanecer; al acostarse estaban exhaustos.
Al día siguiente la resaca los dominaba por completo, para resarcirse del agotamiento pasaron la mañana inactivos. Al descender por la tarde, el joven ubicó al galeón de inmediato. No comprendía cómo habían pasado siglos sin que fuese descubierto.
Se maravilló al apreciar la hermosura de sus líneas y el perfecto estado de conservación, considerando el tiempo transcurrido desde su naufragio. Lucía perfecto, parcialmente cubierto por sedimentos marinos, algas y colonias de diminutos organismos subacuáticos.
La luz algo difusa del sol le confería un aspecto sumamente llamativo, irreal, mágico.
Ingresó por una amplia abertura –posiblemente causada por un cañonazo o la explosión del polvorín- y comenzó a desplazarse por el interior, adoptando las máximas precauciones. De pronto lo sobresaltó un ruido proveniente de su izquierda; entrecerró los ojos para adaptarlos a la escasa iluminación y una amplia sonrisa iluminó su rostro. Allí, en las entrañas del navío, habitaba un enorme pulpo y en ese momento se desplazaba hacia el otro extremo de la nave, huyendo del merodeador que osaba interrumpir su reposo.
Rescataron una serie de objetos, la mayoría de escaso valor económico. Desde el comienzo llamó la atención de Rubén Darío una puerta totalmente trabada. Sus esfuerzos fueron vanos; no logró moverla siquiera. Supuso por la ubicación que sería el camarote del capitán, allí debían estar guardadas el grueso de las riquezas transportadas.
Prepararon un fuerte expansor a palancas y con este elemento, al fin, consiguió vencer la resistencia de la puerta, accediendo a lo que, evidentemente, constituía la recámara del capitán del buque.
Los ojos se le salieron de las órbitas ante el espectáculo que ofrecían varios cofres, colmados de oro y piedras preciosas.
El oro procedente de las minas de Potosí. El metal dorado que costara la vida de tantos seres humanos. Aborígenes, negros africanos, conquistadores, marinos, etc.
Durante la semana retiraron del Real Felipe una considerable cantidad de elementos valiosísimos, cofres repletos de joyas, estatuillas y piezas de plata, obras de verdaderos orfebres, los magníficos artistas americanos.
Estaban eufóricos, los tesoros del galeón superaban ampliamente en cantidad y calidad todo lo imaginado, ni en sueños hubiesen esperado encontrar algo semejante.
De la recámara rescataron algunos arcones colmados de piedras preciosas, quedando para la última jornada dos enormes baúles, que por su porte y peso deberían ser izados en forma individual. El muchacho no podría ni moverlos sin la ayuda del aparejo.
Madrugaron, dispuestos a encarar la etapa final; una vez recuperados los bultos mencionados, se retirarían.
El joven descendió con un equipo de buceo liviano, patas de rana y una garrafa de oxígeno con su correspondiente máscara y, provisto de algunas herramientas, descendió por la escalerilla de soga que pendía de la banda de babor. Contorneó la embarcación y se dirigió a la plataforma de apoyo, suspendida por un cable de acero en el costado opuesto. Desde ella se zambulló y fue bajo el barco para reponer el perno de la turbina. Tras varias tentativas, desistió, el repuesto no se correspondía con la medida original; seguramente en la sala de máquinas estaba el correcto; lo cambiaría después.
Manifestó al francés que descendía en procura de los arcones, éste debía controlar los conductos de oxígeno y presurizar el traje. Miró sonriente cómo el cable del aparejo se tensaba, elevando el primero de los enormes baúles y poco después daba la señal a su compañero para que izara el restante. Como era el último, para no demorar, se colgó del aparejo, disminuyendo la presurización del traje de buceo según cambiaba la profundidad; debía igualar la decreciente presión externa para no sufrir un daño de fatales consecuencias.
Llegó a la plataforma de apoyo, se despojó del traje y la escafandra y fue a la escala para ascender a cubierta. Al asomarse por la borda divisó al francés, de espaldas, en la banda opuesta. Provisto de un hacha, con evidentes intenciones de cortarlo, golpeaba con energía sobre el conducto que suministraba el oxígeno a la escafandra.
La luz se hizo en su cerebro. De pronto vio todo muy claro. La muerte de su padre, el silencio por años respecto al galeón, la expedición, a solas, sin permitir colaboradores, todo.
Corrió agazapado por cubierta y entró en la sala de comunicaciones; donde estaba el potente transmisor de radio, operó allí unos instantes y regresó, ocultándose tras el bote salvavidas.
El francés dio un último golpe y separó en dos el tubo. Riendo y cantando como un demente entró en la sala de máquinas y encendió el poderoso motor, dispuesto a poner en marcha a El Caribe. El barco no se movió; aceleró y continuó inmóvil; entonces comprendió lo ocurrido, todavía faltaba el perno de la hélice. Cruzó la cubierta en dos zancadas y llegó hasta la radio.
-¡Q.R.R.[3], Q.R.R., El Caribe en emergencia. Cambio! –se escucharon una serie de ruidos provenientes de la estática y extraños zumbidos, el viejo repitió el mensaje.
-¡Atento El Caribe, aquí Z. P. 4 A. G. A. barra Mari Móvil. Por favor, déme sus coordenadas. Cambio!
-¡Q. S. L. - Z. P. 4 América, Guatemala, América, Me encuentro en...! –La explosión fue tremenda, el vaso de agua derramado dentro del equipo había dado sus frutos. El viejo marino, comenzó a gritar. Emitía sonidos guturales, frases deshilvanadas, sin ton ni son. Salió jadeante del cuarto, tomándose el pecho y gimoteando angustiado mientras buscaba algo con desesperación.
-¿Necesitas esto? –dijo el joven, saliendo sonriente de su escondite; en la mano abierta mostraba el frasco de comprimidos que el francés tomaba para su corazón enfermo. El horror asomó a su mirada, temía la reacción de Rubén Darío. Éste, cediendo a un impulso de su noble corazón le arrojó el medicamento; el anciano tiró un manotón para asirlo, el frasco rebotó en su mano, rodó por la cubierta hasta una rejilla de desagüe y cayó al mar. El viejo marino se tiró al piso intentando recuperarlo, sacó la mano por la abertura, soltó un alarido y quedó inmóvil.
Dios hizo justicia...
-¿Por qué arrojaste el bumerán, francés, y no una, sino dos veces? ¡¿Por qué, francés, por qué?!
El muchacho se arrodilló sollozando.
A lo lejos, con el postrer aliento del día que expiraba el sol tiñó de rojo el horizonte. En pocos instantes la noche cubriría con su negro crespón la pena del joven marinero.

Seudónimo: Persona Burgués

[1] C. Q, Llamada de radio correspondiente al código “Q” de uso internacional entre radioaficionados. Estaciones fijas y móviles: (terrestres, marítimas y aéreas) N/ A.
[2] La ciudad de Panamá, destruida por Morgan, se reconstruyó a unos ocho Km. al oeste del emplazamiento primitivo. N/ A.
[3] Q.R.R.: señal internacional de radio, utilizada para solicitar ayuda en caso de emergencia. N/ A.

MANOS BRUJAS

Voy a narrar una de las tantas anécdotas[1] de “Manos brujas”.
¡No! No se trata de Rodolfo Biagi, el destacado músico, sino de un homónimo, también superlativamente descollante, aunque en otra actividad.
Lo denominé “manos brujas” por la asombrosa habilidad que posee en ellas. Sus dedos tienen la eficacia del “ábrete sésamo” de Alí Babá; no existe cerradura, candado o mecanismo de seguridad que se resista al conjuro de sus toques mágicos, siempre terminan cediendo, doblegados por el poderoso e inigualable influjo de sus táctiles caricias.

Voy a lo prometido:
A poco de iniciarse en la profesión, un lunes por la mañana, solicitaron sus servicios para abrir una caja fuerte; nada más y nada menos que la bóveda del tesoro de una importantísima empresa.
La misma constaba de tres cerraduras súper reforzadas y, según sus fabricantes, inviolables. Necesitaban acceder en forma urgente al contenido; el problema consistía en que dos de los ejecutivos de la firma estaban de viaje y faltaban sus llaves. Por lo tanto, disponían sólo de una y con ella debían arreglarse.
Rodolfo “Manos brujas” esbozó una sonrisa –más bien una mueca de contrariedad disfrazada de sonrisa- y solicitó quedar a solas, no tenía la menor idea de los pasos a seguir pero creyó conveniente simular, esa estrategia indicaba su profesionalismo y concentración para la difícil tarea.
Ya solo, se comparó a David enfrentando a Goliat, con la desventaja de no tener siquiera la honda del pastor hebreo en su poder. Estudió cada milímetro de ese Goliat de acero, que permanecía impertérrito, sin pestañear, firme en su decisión de oponer una enconada resistencia. Subido en una silla observó la parte superior, por ese lado no había la mínima posibilidad…
Se tiró al piso e inspeccionó bajo el coloso… de pronto, el corazón le dio un brinco y se le iluminó el rostro. Ahora la sonrisa era real.
Solicitó un trozo de alambre fino, alegando que con él intentaría “destrabar” los complicados mecanismos de las cerraduras.
Con ese elemento trajinó bajo la caja hasta enganchar el pequeño envoltorio divisado al fondo, contra el muro; lo atrajo hacia sí y al descubrir el contenido del paquete debió realizar un gran esfuerzo para ahogar la carcajada que pugnaba por estallar en su garganta.
Tres llaves y una simple nota: “utilizar en caso de emergencia”.
“¿Más emergencia que ésta? –pensó”.
Llamó a un empleado y devolvió la “única” llave disponible.
-Probaré con el alambre –manifestó, recibiendo como muda respuesta la mirada atónita, conmiserativa, y a la vez un tanto burlona del chico-, creo poder hacerlo.
Ya solo, cumplió con lo solicitado, regresó el paquete a su sitio y…
Por supuesto, devolvió el alambre milagroso, recomendando lo guardasen bien por si volvían a necesitarlo.


Elmi Shindo 10:55 AM. 17-11-2011

Arias, Córdoba, Argentina









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[1]) Historia real, tomada en forma directa del protagonista, el "abrepuertas" del pueblo.

martes, 16 de marzo de 2010

NARRACIONES CONFIDENCIALES



NARRACIONES CONFIDENCIALES



NEMESIO MARTÍN ROMÁN
Arias, Córdoba
, República Argentina 2009 - 2010
Serie de cuentos, en elaboración, pendientes de correcciones.

Sitios Web del autor / correos electrónicos




Correos:






Blogs


http://www.ariense.blogspot.com/ (Narraciones confidenciales, en elaboración).


http://www.hijodeituero.blogspot.com/ (Borrón… y cuentos nuevos, libro completo, 40 cuentos, Editora del Carmen, junio 2009).





       

Sitios Web:




           http//refugioliterario.webnode.com.ar


Miembro activo de REMES (Red Mundial de Escritores en Español)




Respecto al presente material

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Respecto al presente material

Estas obras fueron gestadas desde fines del año 2009 en adelante. Muchas pertenecen a la ficción, producto de la imaginación un tanto alocada del autor, otras, en cambio, se corresponden con hechos y personajes reales, que pueden estar identificados o no, conforme al criterio de su hacedor.
Se agrupan previendo una eventual edición, cuando su cantidad lo justifique y las circunstancias económicas sean favorables.
A los estimados lectores, muchas gracias por la perseverancia demostrada al escoger mis modestos trabajos y la buena disposición que seguramente –estimo- dispensarán a este nuevo emprendimiento.

Nemesio Martín Román

Arias, 2010-03-04

Designios


Omnipotente, fiel a su designio natural, el macho conquistó entre jadeos la placentera cumbre del orgasmo.
Apretado, el criminal abrazo. La antropófaga boca, voraz, insaciable, lo engulló.
Satisfecho el apetito sexual, la viuda negra cumplía también su natural designio.

Arias, Córdoba, República Argentina. 08-03-2010 16:55Hs.